Publicado el 4 Noviembre 2010 por Roberto Rodrigo
El Islam, la religión fundada por Mahoma allá por el siglo VI, que en su fase de máxima expansión militar se enseñoreó de gran parte de la península ibérica y que hoy, tantos siglos después, se ha convertido en la religión con más fieles reconocidos del planeta. Infiltrada cada vez con mayor pujanza en occidente y alimentada con la propia debilidad de los occidentales incapaces de defender su forma de civilización.
Una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido así misma desde dentro, lo escribió Will Durant. Y el Islam sabe bien como precipitar esa destrucción. Habría que empezar recordando una verdad incontrovertible que es también una enseñanza de la historia, las civilizaciones las fundan las religiones y con el ocaso de las religiones, las civilizaciones se van apagando hasta su extinción. La convivencia humana reclama una ligazón colectiva, una adhesión a una visión particular del mundo que sólo proporcionan las religiones. Cuando tal visión del mundo es compartida, como ocurre en el Islam, es posible acometer con entusiasmo empresas conjuntas. Cuando tal visión se disgrega, corrompe o sustituye por idolatrías de signo político diverso como ocurre en occidente, no sólo resulta imposible acometer empresas conjuntas, sino que la propia convivencia humana se torna poco a poco insostenible. Y es que toda verdadera sociedad humana debe fundarse en convicciones compartidas. Cuando tales convicciones dejan de existir, su defunción ya ha sido firmada.
La pujanza creciente del Islam en occidente se alimenta de nuestra incapacidad suicida para defender nuestras convicciones que ya sólo sobreviven como declaraciones pomposas y carentes de sustancia porque el fuego que les daba calor, que era de naturaleza religiosa, se ha apagado. Occidente está enfermo de relativismo, y esta enfermedad instigada y sostenida por el pensamiento dominante acrecienta cada día su debilidad. Lejos de demostrar una determinación increbantable en la defensa de sus principios, occidente proclama que no existen principios de validez universal, sino más bien valores particulares que deben confrontarse con valores procedentes de otras culturas. Defender los valores propios se convierte automáticamente en un ejercicio de prepotencia intelectual, de arrogancia fundamentalista, de imperialismo cultural.
Occidente ha dejado de creer en los principios que fundaron su civilización y paralelamente ha desarrollado una suerte de apatía que la corrección política disfraza de tolerancia hacía otros valores y formas de vida. Todo ello, además, acompañado de un brumoso y atenazador complejo de culpa que ha sumido a occidente en un estado de parálisis, de crisis de identidad, de falta de confianza en el futuro. Esta atonía espiritual se manifiesta acompañada de una mayor prosperidad material, de un disfrute ensimismado y onanista de las ventajas que esos valores y formas de vida nos proporcionan. Pero ya se sabe que los pueblos que exprimen y saborean con fruición las desventajas de sus formas de vida sin preocuparse de defenderlas están condenados, primero a la decrepitud y después a la mera extinción. Occidente ha encontrado en su progreso material el pasatiempo que le permite descuidar su decadencia espiritual y mientras disfruta de su progreso material germina la semilla de su rendición.
Cada vez que el terrorismo islamista impone el argumento del terror en occidente los atolondrados gobernantes repiten como loritos que la violencia no logrará que renunciemos a nuestros valores. Pero si les preguntaran cuáles son esos valores los loritos empezarían a balbucear frases inconexas para terminar aferrándose a la manoseada libertad, ese talismán o espantajo que enarbolan quienes no tienen valores. La obsesión por la libertad es la prueba de máxima debilidad, es la debilidad de la mente. El hombre es más libre a medida que es más fuerte y puesto que cada vez somos más débiles, más obsesionados por la satisfacción de intereses personales que encumbramos a la categoría de derechos, hemos de concluir que cada vez somos menos libres, porque una sociedad cuyos miembros no anhelan otra cosa sino la satisfacción propia acaba destruyéndose a sí misma.
Prueba de esta debilidad que puede calificarse de verdadero apetito de autodestrucción las tenemos por doquier, relativización del derecho convertido en un mero instrumento legal para la satisfacción de caprichos, fascinación por el suicidio y la eutanasia, cifras industriales de abortos, estancamiento demográfico, etcétera. Fenómenos reveladores de una desesperación que torna a occidente impotente al esfuerzo vital y descompone los cimientos sobre los que ha erigido su cultura. Este apetito de autodestrucción no pasa inadvertido a los enemigos de occidente. El dirigente libio Gadafi decía hace poco “hay signos de que Alá garantizará la victoria islámica sin espadas, sin pistolas, sin conquista, no necesitamos terroristas ni suicidas, los más de 50 millones de musulmanes que hay en Europa lo convertirán en un continente musulmán en pocas décadas”.
Esta victoria islámica profetizada por Gadafi se está produciendo ya ante nuestros ojos. Mientras Europa se entrega con denuedo a un arrebato autodestructivo, los musulmanes procrean con un vigor inusitado y en medio de este arrebato autodestructivo nos tropezamos con un fenómeno paradójico, a la vez que promueve la descristianización de Europa, el progresismo europeo con el socialismo zapateril y su merengosa alianza de civilizaciones a la cabeza fomenta la expansión islámica. ¿A qué se debe ésta aptitud suicida? Se ha establecido una alianza frente al enemigo común que no es otro que el cristianismo, el sustrato religioso y cultural que hizo posible occidente.
Empezaba nombrando a Will Durant que nos advertía que las civilizaciones se destruyen así mismas desde dentro antes de que las conquisten desde fuera y termino nombrando al poeta T. S. Eliot, quien en su obra “la unidad de la cultura europea” escribió “todo nuestro pensamiento adquiere significación por los antecedentes cristianos, un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana, pero todo lo que dice, cree y hace surge de la herencia cultural cristiana y solamente adquiere significación en relación con esa herencia. La cultura europea no podrá sobrevivir a la desaparición completa de la fe cristiana. Si el Cristianismo desaparece, toda nuestra cultura desaparecerá con él”.
El día que nuestra cultura desaparezca, no lo duden, vendrá otra a sustituirla y esa cultura será islámica. No necesitará para imponerse espadas ni pistolas ni conquista, le bastará como anticipaba Gadafi la pura y simple fuerza demográfica. Y para entonces nosotros seremos como aquellos personajes del poema de Cavafis “esperando a los bárbaros, seres desganados, impotentes al esfuerzo vital que han perdido la fe en el futuro”.
Este artículo es una reproducción de la introducción del programa de Juan Manuel de Prada “Lagrimas en la Lluvia” de Intereconomía tv.
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